En estos días me reuní con una pareja de amigos viajeros, los llamo así porque el paso de sus huellas por diferentes fronteras ha logrado desdibujar esa marca divisoria que nos hace pertenecer a una cultura específica, generalmente a la que automáticamente confiere la tierra natal, y esto les permite observar desde la distancia y la cercanía cada contexto.
Tienen una mascota llamada Lala,
la perra colombiana, y como lo expresan ellos “es bien colombiana” porque es
una perra callejera que les hizo conocer la realidad del país, de sus ciudades,
de sus barrios, de su gente; mucho más de lo que yo la pude conocer estando
dentro de ella, viviendo allí, naciendo allí.
Lala fue recogida de las calles
de Medellín, la ciudad de la eterna primavera, de las mujeres hermosas,
voluptuosas, gente bien parecida, ostentosa, donde las calles se alzan entre
las montañas y viven a diario las huellas de seres que, como Lala, salen a
diario dispuestos a buscar comida, y sobre todo, dispuestos a encontrarla.
Celosa, territorial y consentida, como no serlo, si en Colombia la escasez es
tanta que cada cosa que se consigue debe ser cuidada, dilatada, hay que
explayar sus límites antes que se agote. Pronto fue trasladada a Bogotá porque
quisieron traer consigo ese pedazo de angustia que logró colarse en sus
preocupaciones, el cambio de clima y el ritmo de vida hicieron sufrir mucho a Lala,
sufría como sufren los seres en Bogotá, como se sufre en Colombia. Quisieron
domesticarla, darle un lugar para dormir, un plato para comer y un concentrado
que la alimentara y le ayudara a mejorar su estado físico.
Como era de esperarse, la perra
era tan colombiana que tenía que salir a buscar su comida entre la basura,
escarbar para encontrar sus huesos de pollo mal comidos, esos a los que todavía
les queda carnecita allí, cerca del cartílago. Era de noche, y Lala no podía
quedarse más tiempo sin comer, decidieron aunarse a su naturaleza social
condicionada y salieron a buscar alimento entre los desperdicios citadinos,
entre los desechos de esa gente fría, mal humorada, que viaja a diario empacada
al vacío en el transporte público, que camina inerte con la cabeza gacha, la
mirada desvaída, gente sumisa, rutinaria – Cabe aclarar que asumir la búsqueda
de comida entre la basura es todo un reto, porque hay más hambre que habitantes
en la ciudad, en todo el territorio nacional -.
Abrieron la primera bolsa de basura para que Lala comenzara a olfatear
su comida, tal vez el olor era fuerte, o tenían buena espalda, porque en ese
momento comenzaron a llegar más perros callejeros, a su vez llegaron señores y
señoras que también comenzaron a abrir bolsas de basura ¿También están buscando
comida para sus perros? – Preguntan con la emoción de haber encontrado
compañeros nocturnos – No – Responde una voz sincera – Buscamos comida para
nosotros, para llevarle a la familia. En ese momento, el frío de la Bogotá
nocturna era un día de playa cartagenera comparado con el frío que corría entre
sus fibras, y por las mías, después de escuchar el relato.
Seguido del gélido corrientazo
que atraviesa mi existencia, comienzan a emerger de mi memoria en forma de
protesta miles de ojos cristalinos, guardados en pieles secas, en bocas
pálidas, en caras sucias; rostros de gente de carne, hueso y hambre, de padres,
madres, de niños que tienen mi misma nacionalidad y comparten mi mismo territorio,
gobernados por el mismo presidente, gente que sienten mi perfume cuando
indiferentemente paso por su lado haciéndolos parte del paisaje, que me ven,
que los veo, que también despertaron vivos en medio de tanta muerte, que tal
vez han tenido que pedir comida en la calle como tal vez yo se la he pedido a
mi madre, y se exponen a ser juzgados por pedir comida, por pedir monedas, como
si vivir con hambre o vivir sin plata fuera placentero, o peor aún, fuera una
decisión. Señores, señoras, niños y niñas que hablan mi mismo idioma, y el suyo, porque
si usted está leyendo este texto, es porque evidentemente logró decodificar
esta cadena de signos que le están demostrando que usted y yo hemos sido
indiferentes, hemos caminado como máquinas latosas por una ciudad que nos
pertenece, por un país que así odiemos o amemos no lo hemos luchado como
nuestro, que lo regalamos a los políticos, que nos dejamos gobernar por la
culpa. Usted y yo nos olvidamos del otro, odiamos la sociedad misma, odiamos al
que nos empuja en el bus, al que nos pide plata, al tendero, al taxista, al
pasajero, al que nos necesita. Usted y yo somos mezquinos, sumisos, hipócritas,
nos creemos con derecho de reclamarle a una patria sin mover un solo dedo por
mejorar el entorno. Usted y yo nos hemos olvidado que somos muchos en el mundo
como para vivir pensando en uno solo. Yo ya quiero darme cuenta, ya quiero
despertarme y sentir que estoy viva, no para mí, sino para el mundo, no un
mundo global, pero sí un mundo de otro.