El obtuso camino de la sanación es, en muy raras ocasiones, una decisión consciente. Es un camino al que por lo general somos arrojados con un desecho de sensaciones amargas, un cúmulo de emociones no procesadas que llegaron al hartazgo y nos han lanzado al vacío, dolientes, furibundos, víctimas. Se sienten náuseas incluso al recordar la caída hacia esa penumbra doliente de la que solo podemos salir sanando.
Y más se me revuelve el estómago al pronunciar esa palabra tan divulgada y pregonada en la vida cotidiana, pero de la que poco sabemos: Sanación. No la vemos, no la tocamos, no sabemos siquiera cómo se interactúa con ella, pero parece estar de moda.
"Debes sanar" te dicen al verte miserable, como si ya ellos hubieran ingresado al portal misterioso y hubieran retornado con la victoria en manos. Lo cierto es que se emprende el sendero nebuloso de la sanación como cuando se navega en medio de una tormenta, sin norte pero con la sólida intención de conservar el aliento; ni siquiera sabemos si sanar es un lugar o es un momento, es una cumbre o es un escalón. Es aborrecedor desconocer tanto de ese proceso, pero iniciarlo es imperitavo porque el solo hecho de quedarse en la penumbra es aún más repudiable; hallarse a sí mismo en lo mas bajo, buscar adentro y hallar eco, ver nuestro reflejo y no vislumbrar en él una brizna de nuestra esencia. La humillación personal - diría - es la última patada que nos obliga a emprender.
Comenzamos a movernos hacia alguna dirección, no se puede tener noción hacia dónde exactamente, si hacia los lados o hacia el frente, porque absolutamente todo en ese camino es incierto. Transitarlo se siente como subir dos escalones de rodillas, e inmediatamente caer cinco más de cabeza. De hecho a veces pareciera más fácil caer y quedarse allí, en la sombra, en cuclillas, antes que seguir soportando nuevas dolencias; pero volvemos a sentir la humillación, verdugo y ángel que nos respira en el cuello, y salimos despavoridos nuevamente, dispuestos a seguir moviéndonos, así sea de rodillas.
No podría decir cuánto tiempo tardamos en esta dinámica, o si alguna vez termina; porque a veces la vida en sí parece un baile de seducción entre la vejación propia y la repulsión hacia la misma. No se llega a saber con certeza si hemos conseguido sanar eso que nos desechó al vacío, pero me atrevería a decir que hay un momento en el cual ya no avanzamos de rodillas, sino que usamos los pies, las caderas y el torso; nos unimos a la danza, aún sin saber adónde vamos, bailamos sin rumbo, ahora incluso podemos sentir una melodía de fondo, nos movemos al ritmo del cuerpo liberándose de sus amarguras. La vida vuelve a sentirse liviana, o por lo menos soportable, nos congraciamos con el reflejo nuestro y volvemos a establecer rutinas placenteras, le damos una nueva oportunidad a la vida; hasta que algo o alguien más nos vuelva a tocar una vieja herida, las emociones amargas se vayan acumulando detrás de unas risas sociales, y nuevamente alguna voz conocida, mirándonos a los ojos con el entrecejo arrugado nos diga debes sanar.
