miércoles, 15 de mayo de 2013

El otro atrás de la mirada: descripción de un personaje.



No, no es como el color de la nieve, el color de su cabello es más grisáceo, como si se avecinara una tormenta. Su enorme cabeza siempre está un poco inclinada hacia el frente, como caminando hacia sus recuerdos, da la sensación de estar escuchando atentamente sus pensamientos sin querer ser interrumpido. Pero que su cabeza un tanto baja no los engañe, si de repente llega a notar su presencia, sin subir su cabeza, levantará su mirada directamente hacia el centro de su pupila  como quien flecha al intruso que pisa terreno prohibido, y sin dudar en quitarla obligará a que usted aparte la suya sin atreverse a dejar diálogos en la atmósfera. 
Así es Facundo, que a sus 76 años vive en su vieja casa, aquella que en sus rincones todavía guarda risas de niños, sus niños.La sala se alimenta en el día de la luz natural que rebota desde el jardín interno de la casa y desde allí lee Facundo la prensa que torpe cae en el rechinante portón de madera; luego de haberse preparado un café en esa fría cocina de baldosa blanca, con más utensilios que recuerdos – porque ya ni recuerda cuántas latas ocultan esos cajones – sale con calma a su viejo sillón y se sienta con firmeza a enterarse de las nuevas tragedias del mundo. No ha terminado de saciar su capacidad de asombro cuando unos ruidosos pasos bajan por la espesa escalera de madera, son los inquilinos que alquilan el piso de arriba, una pareja de extranjeros que siempre van tarde para el trabajo – ¡Adiós Don Facundo! – exclaman agitados. Él suelta algo como un gemido acompañado de catarro, no es muy claro, pero parece corresponder el saludo.
Luego de darse un largo baño sale con calma a su habitación para vestirse con esas prendas prolijas, impecables, viejas. La paz que allí se siente le recuerda que debe huir pronto de los densos ecos que exclaman las paredes de su casa.  Dirige su cuerpo latoso y pesado al rechinante portón de madera que lo conecta con el vecino mundo. Antes de cerrar la puerta las mira con nostalgia, allí están siempre tan serenas, tan conformes y radiantes recibiendo el sol del día, las materas que representan el amor diario de Martina, su dedicación, su afecto, son lo único con vida que queda de ella dentro de su silenciosa casa de concreto y recuerdos.

Toma el desayuno en esa vieja cafetería donde alguna vez siendo joven trabajó, aunque desayuna con calma trata de no permanecer mucho tiempo allí, el flujo de gente entrando y saliendo, a veces riéndose o hablando alto, le aturden, estropean las conversaciones con sus fantasmas; así que sale a Camino del Sol, el restaurante esquinero de ventanales prominentes, allí alcanza a beber tres, tal vez cuatro botellas de agua antes de pedirle a Rosendo, su camarero de siempre, que le traiga su churrasco con ensalada al término que a él le gusta: no muy dorado arriba, ni muy crudo por abajo, pero un poco tostado hacia las puntas. Allí permanece el resto de la tarde, controlando con disimulo la gente que concurre el lugar, busca entre los presentes quién materialice sus recuerdos con Martina, con las nenas, con los chicos del barrio, busca entre la concurrencia quién le recuerde que alguna vez estuvo vivo.      

Pero recuerden, Facundo reconstruye su vida entre los bordes del silencio, por ningún motivo debe sentir que alguien le observa, porque las vibraciones de una mirada ajena le recordarán con un frío cortante que se encuentra solo y que al llegar a casa lo saludará el silencio. Es por eso que si advierte una mirada hacia él no dudará en levantar la suya e imponer esa coraza de gélido odio que a gritos pide compañía, resultando, como siempre, victorioso; no hay duda que le divierte reflejar en otros el miedo que le gobierna.

Así pasa la tarde entre juegos de odios, recuerdos de su infancia, la de sus hijas que lo hacían un niño, los amores histéricos de Martina, allí sentado en Camino del Sol donde, entre sorbo y sorbo, no se va hasta que el sol no ha recorrido su camino, ese camino que alguna vez, mientras estuvo vivo, recorrió.  

miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Quién me dio esta nacionalidad?


A cuántos kilómetros de distancia puedo ser quien quiero ser. Ser por ejemplo, un hombre que a un territorio no deba pertenecer; dejar de resignificarse en cada nuevo lugar y poder ser sólo un ser.
Cuántos pasos hacia el norte, o hacia el occidente debo dar para perder mi identidad, descargar los estigmas que traigo en la maleta y caminar entre tierras con dignidad.
Este pensamiento que tengo en la mano puede no valer, téngalo usted y hágalo volar porque usted no es yo, usted no es de acá, usted es de otro lugar donde vale más.
Déjeme nacer en ese continente que no contiene, ser de un país de prosa.
Déjeme ser verbo, ni siquiera pido ser un sujeto, estoy pidiendo actuar, ser un acto de libertad.
Déjeme ser puntos suspensivos, reconocerme entre sus letras, entre sus diálogos, nuestros diálogos; no hablemos de aquí ni de allá, recreemos un no lugar, un vacío para transformar.
Déjeme ser una expresión que pueda usted leer, después de quererme conocer como un simple ser.