No, no es como el color de la
nieve, el color de su cabello es más grisáceo, como si se avecinara una
tormenta. Su enorme cabeza siempre está un poco inclinada hacia el frente, como
caminando hacia sus recuerdos, da la sensación de estar escuchando atentamente
sus pensamientos sin querer ser interrumpido. Pero que su cabeza un tanto baja
no los engañe, si de repente llega a notar su presencia, sin subir su cabeza,
levantará su mirada directamente hacia el centro de su pupila como quien flecha al intruso que pisa terreno
prohibido, y sin dudar en quitarla obligará a que usted aparte la suya sin
atreverse a dejar diálogos en la atmósfera.
Así es Facundo, que a sus 76 años vive en su vieja casa, aquella que en sus rincones todavía guarda risas de niños, sus niños.La sala se alimenta en el día de la luz natural que rebota desde el jardín interno de la casa y desde allí lee Facundo la prensa que torpe cae en el rechinante portón de madera; luego de haberse preparado un café en esa fría cocina de baldosa blanca, con más utensilios que recuerdos – porque ya ni recuerda cuántas latas ocultan esos cajones – sale con calma a su viejo sillón y se sienta con firmeza a enterarse de las nuevas tragedias del mundo. No ha terminado de saciar su capacidad de asombro cuando unos ruidosos pasos bajan por la espesa escalera de madera, son los inquilinos que alquilan el piso de arriba, una pareja de extranjeros que siempre van tarde para el trabajo – ¡Adiós Don Facundo! – exclaman agitados. Él suelta algo como un gemido acompañado de catarro, no es muy claro, pero parece corresponder el saludo.
Así es Facundo, que a sus 76 años vive en su vieja casa, aquella que en sus rincones todavía guarda risas de niños, sus niños.La sala se alimenta en el día de la luz natural que rebota desde el jardín interno de la casa y desde allí lee Facundo la prensa que torpe cae en el rechinante portón de madera; luego de haberse preparado un café en esa fría cocina de baldosa blanca, con más utensilios que recuerdos – porque ya ni recuerda cuántas latas ocultan esos cajones – sale con calma a su viejo sillón y se sienta con firmeza a enterarse de las nuevas tragedias del mundo. No ha terminado de saciar su capacidad de asombro cuando unos ruidosos pasos bajan por la espesa escalera de madera, son los inquilinos que alquilan el piso de arriba, una pareja de extranjeros que siempre van tarde para el trabajo – ¡Adiós Don Facundo! – exclaman agitados. Él suelta algo como un gemido acompañado de catarro, no es muy claro, pero parece corresponder el saludo.
Luego de darse un largo baño sale
con calma a su habitación para vestirse con esas prendas prolijas, impecables,
viejas. La paz que allí se siente le recuerda que debe huir pronto de los
densos ecos que exclaman las paredes de su casa. Dirige su cuerpo latoso y pesado al rechinante
portón de madera que lo conecta con el vecino mundo. Antes de cerrar la puerta
las mira con nostalgia, allí están siempre tan serenas, tan conformes y
radiantes recibiendo el sol del día, las materas que representan el amor diario
de Martina, su dedicación, su afecto, son lo único con vida que queda de ella
dentro de su silenciosa casa de concreto y recuerdos.
Toma el desayuno en esa vieja
cafetería donde alguna vez siendo joven trabajó, aunque desayuna con calma
trata de no permanecer mucho tiempo allí, el flujo de gente entrando y saliendo,
a veces riéndose o hablando alto, le aturden, estropean las conversaciones con
sus fantasmas; así que sale a Camino del Sol, el restaurante esquinero de
ventanales prominentes, allí alcanza a beber tres, tal vez cuatro botellas de
agua antes de pedirle a Rosendo, su camarero de siempre, que le traiga su
churrasco con ensalada al término que a él le gusta: no muy dorado arriba, ni
muy crudo por abajo, pero un poco tostado hacia las puntas. Allí permanece el
resto de la tarde, controlando con disimulo la gente que concurre el lugar,
busca entre los presentes quién materialice sus recuerdos con Martina, con las
nenas, con los chicos del barrio, busca entre la concurrencia quién le recuerde
que alguna vez estuvo vivo.
Pero recuerden, Facundo reconstruye
su vida entre los bordes del silencio, por ningún motivo debe sentir que
alguien le observa, porque las vibraciones de una mirada ajena le recordarán
con un frío cortante que se encuentra solo y que al llegar a casa lo saludará
el silencio. Es por eso que si advierte una mirada hacia él no dudará en
levantar la suya e imponer esa coraza de gélido odio que a gritos pide
compañía, resultando, como siempre, victorioso; no hay duda que le divierte
reflejar en otros el miedo que le gobierna.
Así pasa la tarde entre juegos de
odios, recuerdos de su infancia, la de sus hijas que lo hacían un niño, los
amores histéricos de Martina, allí sentado en Camino del Sol donde, entre sorbo
y sorbo, no se va hasta que el sol no ha recorrido su camino, ese camino que
alguna vez, mientras estuvo vivo, recorrió.