Siete personas se extendían
frente suyo junto al rectangular mesón que, al parecer, estaba hecho de roble.
Tres estudiantes a cada lado y en el otro extremo, allí a donde apuntan las
miradas en la mesa, se encontraba él, el catedrático. Ella siempre se sentaba
del otro lado del mesón, era la parte más próxima a la puerta y al entrar
cobardemente directo a ese extremo de la mesa, no tendría que lidiar con la
tediosa labor de ser observada al deslizarse por aquella sala.
Iniciaban las ponencias y el
silencio se presentaba pesado y tenso sobre la sala maderosa. En ese momento
las existencias se resumían en enormes oídos, los demás sentidos se adormecían
en un mismo punto; solo Dios sabe qué estaría pensando cada sujeto, cada
tormento allí presente, cada ansiedad de ser escuchado. Pero todos y cada uno
de ellos, exceptuando el ponente, se encontraba congelado tras la postura del
que escucha atentamente, desde afuera, daba la impresión de estar percibiendo
una colección de esculturas hechas en cera.
Ella, al igual que todas esas
masas allí sentadas, estaba desligada de su mirada, la cual suspendía en un
punto neutro sobre la mesa. Por un momento subió su mirada y sin planearlo, se
vio obligada a detenerse en la mano de él, el catedrático que se encontraba
sentado en frente suyo, absorto en sus sinestesias, en los colores y las
texturas que le sugerían las letras narradas en aquella sala, pues, sin notarlo
él, con la barbilla descargada sobre su mano empuñada, extendía suavemente su
dedo índice y lo rozaba sobre sus labios, iba y volvía sobre ellos, primero el
labio superior, luego, al redondearlo, continuaba con el labio inferior, una y
otra vez; dejaba que fueran arrastrados por su dedo, exhibiendo su cimbreante
textura. Por momentos trataba de abrir la boca para morder su dedo, pero volvía
paulatinamente sobre sus maleables labios.
Fue en ese momento cuando, algo como un enorme
brazo que arrebataba todos los objetos inservibles sobre la mesa, apartó de
lado a lado las masas allí sentadas, todo se volvió vació, allí solo estaban él
y ella; ella lo miraba fijamente, con seriedad, con esa seriedad que merecen
los deseos carnales, porque eso era, carne amasada por sus propios dedos, carne
diciente, anhelante de otros labios que la humedecieran grotescamente. Sin que
él lo notara, la mirada de ella permanecía fija en él, y su respiración se
agitaba a medida que su mirada se hacía más sólida, más punzante; se cerraba el
plano, se acercaba al detalle, al brillo de su saliva humedeciendo esa blanda y
sonrosada carne. Los deseos de tenerle entre sus labios se hacían tangibles,
bajaban escandalizados por su piel, pasaban pequeños choques eléctricos a
través de su sexo; el sudor de sus manos delataba que no soportaba estar allí
sentada, tan distante, tan contenida, quería estar frente a él, con él, junto a
él, en él.
No fue claro el momento en el que
se levantó de su silla para dirigirse hacia él, pues no hubo ruido alguno,
parecía que no quería interrumpir la lectura. Se situó a su lado, y agarrando
su mentón con cierta delicadeza pasional, se lo llevo a la boca, a él junto a
toda su concentración, junto a sus años de vida, su pasado forastero, su
saliva, su enardecido aliento a café. Su humanidad disoluta estaba llena de
sentidos y carente de delicadezas, hundían sus dedos en el otro, ese
desconocido. Fueron babas embadurnadas por los poros, labios regados por cuello
y mejillas, prendas desgarradas, cuerpos esparcidos sobre la mesa.
Cuando la ponencia terminó, los
sentidos volvieron a cada sujeto y pudieron ver la escena que allí se
desprendía. Contemplaron absortos, sin alteraciones. Uno de ellos tomó su
bolígrafo y mientras saboreaba sus labios comenzó a escribir sobre los cuerpos
amalgamados sobre la mesa; cada uno de los ponentes, siguiendo al primer
sujeto, comenzó a fijar sobre él y ella sus placeres carnales contenidos, sus
secretos, sus pasiones, sus pecados silenciados. Cada letra agitaba con
aceleración sus impulsos, y empuñaban su mano con más fuerza, con más ganas. De
los cuerpos brotaba sangre que al instante se evaporaba y era inhalada por las
masas jadeantes, cada grafema entraba con más fuerza una y otra vez, hasta que
allí, tendidas sobre la mesa, solo quedaron letras, tinta esparcida que narraba
lo que sería, probablemente, un beso apasionado.