domingo, 16 de junio de 2013

En la mente de una estudiante

Siete personas se extendían frente suyo junto al rectangular mesón que, al parecer, estaba hecho de roble. Tres estudiantes a cada lado y en el otro extremo, allí a donde apuntan las miradas en la mesa, se encontraba él, el catedrático. Ella siempre se sentaba del otro lado del mesón, era la parte más próxima a la puerta y al entrar cobardemente directo a ese extremo de la mesa, no tendría que lidiar con la tediosa labor de ser observada al deslizarse por aquella sala.
Iniciaban las ponencias y el silencio se presentaba pesado y tenso sobre la sala maderosa. En ese momento las existencias se resumían en enormes oídos, los demás sentidos se adormecían en un mismo punto; solo Dios sabe qué estaría pensando cada sujeto, cada tormento allí presente, cada ansiedad de ser escuchado. Pero todos y cada uno de ellos, exceptuando el ponente, se encontraba congelado tras la postura del que escucha atentamente, desde afuera, daba la impresión de estar percibiendo una colección de esculturas hechas en cera.
Ella, al igual que todas esas masas allí sentadas, estaba desligada de su mirada, la cual suspendía en un punto neutro sobre la mesa. Por un momento subió su mirada y sin planearlo, se vio obligada a detenerse en la mano de él, el catedrático que se encontraba sentado en frente suyo, absorto en sus sinestesias, en los colores y las texturas que le sugerían las letras narradas en aquella sala, pues, sin notarlo él, con la barbilla descargada sobre su mano empuñada, extendía suavemente su dedo índice y lo rozaba sobre sus labios, iba y volvía sobre ellos, primero el labio superior, luego, al redondearlo, continuaba con el labio inferior, una y otra vez; dejaba que fueran arrastrados por su dedo, exhibiendo su cimbreante textura. Por momentos trataba de abrir la boca para morder su dedo, pero volvía paulatinamente sobre sus maleables labios.
 Fue en ese momento cuando, algo como un enorme brazo que arrebataba todos los objetos inservibles sobre la mesa, apartó de lado a lado las masas allí sentadas, todo se volvió vació, allí solo estaban él y ella; ella lo miraba fijamente, con seriedad, con esa seriedad que merecen los deseos carnales, porque eso era, carne amasada por sus propios dedos, carne diciente, anhelante de otros labios que la humedecieran grotescamente. Sin que él lo notara, la mirada de ella permanecía fija en él, y su respiración se agitaba a medida que su mirada se hacía más sólida, más punzante; se cerraba el plano, se acercaba al detalle, al brillo de su saliva humedeciendo esa blanda y sonrosada carne. Los deseos de tenerle entre sus labios se hacían tangibles, bajaban escandalizados por su piel, pasaban pequeños choques eléctricos a través de su sexo; el sudor de sus manos delataba que no soportaba estar allí sentada, tan distante, tan contenida, quería estar frente a él, con él, junto a él, en él.
No fue claro el momento en el que se levantó de su silla para dirigirse hacia él, pues no hubo ruido alguno, parecía que no quería interrumpir la lectura. Se situó a su lado, y agarrando su mentón con cierta delicadeza pasional, se lo llevo a la boca, a él junto a toda su concentración, junto a sus años de vida, su pasado forastero, su saliva, su enardecido aliento a café. Su humanidad disoluta estaba llena de sentidos y carente de delicadezas, hundían sus dedos en el otro, ese desconocido. Fueron babas embadurnadas por los poros, labios regados por cuello y mejillas, prendas desgarradas, cuerpos esparcidos sobre la mesa.
Cuando la ponencia terminó, los sentidos volvieron a cada sujeto y pudieron ver la escena que allí se desprendía. Contemplaron absortos, sin alteraciones. Uno de ellos tomó su bolígrafo y mientras saboreaba sus labios comenzó a escribir sobre los cuerpos amalgamados sobre la mesa; cada uno de los ponentes, siguiendo al primer sujeto, comenzó a fijar sobre él y ella sus placeres carnales contenidos, sus secretos, sus pasiones, sus pecados silenciados. Cada letra agitaba con aceleración sus impulsos, y empuñaban su mano con más fuerza, con más ganas. De los cuerpos brotaba sangre que al instante se evaporaba y era inhalada por las masas jadeantes, cada grafema entraba con más fuerza una y otra vez, hasta que allí, tendidas sobre la mesa, solo quedaron letras, tinta esparcida que narraba lo que sería, probablemente, un beso apasionado.






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