miércoles, 3 de octubre de 2012

He vuelto con una confesión coyuntural.

La línea de mi electrocardiograma estuvo en descenso. Sentí que ya no subía, cada día estaba más lejos de teclear por lo menos tres renglones.
Así que me tomé el tiempo, más que prudente, para desperdiciarlo (perder el tiempo también hace parte del equilibrio). Fue entonces, cuando sentí esa ausencia de palpito que me llevó a buscar un punto ciego en mi vida, que me llevara a no pensar, a no reír, a no encontrarme.

De pronto, apareció como un destello angelical, fue sencillo, allí estaban los Protagonistas de Nuestra Tele (no hay nada que anule más la existencia que un programa tan carente de sentido), me dediqué a desvanecerme noches enteras -dos horas para ser exactos- en la delgada línea entre no hacer un culo y ser un culo, como se imaginarán escogí la segunda; olorosa, aplastada, decadente, en pocas palabras, una fiel televidente.

Entre la vida de la adoptada de Manuela, los sexys labios de Angélica o el estúpido saludo entre los hermanitos Edwin y Sebastián, nunca sentí incomodidad alguna, pues nunca me importaron y nunca me importé.

Al igual que el terror que usted, querido lector, debe estar sintiendo, la pequeña voz que tengo detrás de la trompa de eustaquio enloquecía, estaba aterrorizada y desesperada por hacerme reaccionar. Pero soy de depresiones recalcitrantes que no ceden ante la idea de superación. Por lo tanto seguí en descenso, fui constante, llegué a buscar en el periódico quién había sido el eliminado de la semana (qué vergüenza, cubro mi rostro), estaba cómoda, anulada.

Ahora digito tratando de resarcir el tiempo parpadeado frente a la pantalla, las horas infructuosas, el cuerpo desvaído; tal vez merezca siete latigazos y sesenta y cuatro aves maría, pero debo confesar que hay algo de satisfacción, ya que nunca imaginé que una programación tan fatua -como la nacional- resultara hasta terapéutica.

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