domingo, 8 de septiembre de 2013

La cara de hambre de mi gente bella



En estos días me reuní con una pareja de amigos viajeros, los llamo así porque el paso de sus huellas por diferentes fronteras ha logrado desdibujar esa marca divisoria que nos hace pertenecer a una cultura específica, generalmente a la que automáticamente confiere la tierra natal, y esto les permite observar desde la distancia y la cercanía cada contexto.
Tienen una mascota llamada Lala, la perra colombiana, y como lo expresan ellos “es bien colombiana” porque es una perra callejera que les hizo conocer la realidad del país, de sus ciudades, de sus barrios, de su gente; mucho más de lo que yo la pude conocer estando dentro de ella, viviendo allí, naciendo allí.

Lala fue recogida de las calles de Medellín, la ciudad de la eterna primavera, de las mujeres hermosas, voluptuosas, gente bien parecida, ostentosa, donde las calles se alzan entre las montañas y viven a diario las huellas de seres que, como Lala, salen a diario dispuestos a buscar comida, y sobre todo, dispuestos a encontrarla. Celosa, territorial y consentida, como no serlo, si en Colombia la escasez es tanta que cada cosa que se consigue debe ser cuidada, dilatada, hay que explayar sus límites antes que se agote. Pronto fue trasladada a Bogotá porque quisieron traer consigo ese pedazo de angustia que logró colarse en sus preocupaciones, el cambio de clima y el ritmo de vida hicieron sufrir mucho a Lala, sufría como sufren los seres en Bogotá, como se sufre en Colombia. Quisieron domesticarla, darle un lugar para dormir, un plato para comer y un concentrado que la alimentara y le ayudara a mejorar su estado físico.

Como era de esperarse, la perra era tan colombiana que tenía que salir a buscar su comida entre la basura, escarbar para encontrar sus huesos de pollo mal comidos, esos a los que todavía les queda carnecita allí, cerca del cartílago. Era de noche, y Lala no podía quedarse más tiempo sin comer, decidieron aunarse a su naturaleza social condicionada y salieron a buscar alimento entre los desperdicios citadinos, entre los desechos de esa gente fría, mal humorada, que viaja a diario empacada al vacío en el transporte público, que camina inerte con la cabeza gacha, la mirada desvaída, gente sumisa, rutinaria – Cabe aclarar que asumir la búsqueda de comida entre la basura es todo un reto, porque hay más hambre que habitantes en la ciudad, en todo el territorio nacional -.  Abrieron la primera bolsa de basura para que Lala comenzara a olfatear su comida, tal vez el olor era fuerte, o tenían buena espalda, porque en ese momento comenzaron a llegar más perros callejeros, a su vez llegaron señores y señoras que también comenzaron a abrir bolsas de basura ¿También están buscando comida para sus perros? – Preguntan con la emoción de haber encontrado compañeros nocturnos – No – Responde una voz sincera – Buscamos comida para nosotros, para llevarle a la familia. En ese momento, el frío de la Bogotá nocturna era un día de playa cartagenera comparado con el frío que corría entre sus fibras, y por las mías, después de escuchar el relato.

Seguido del gélido corrientazo que atraviesa mi existencia, comienzan a emerger de mi memoria en forma de protesta miles de ojos cristalinos, guardados en pieles secas, en bocas pálidas, en caras sucias; rostros de gente de carne, hueso y hambre, de padres, madres, de niños que tienen mi misma nacionalidad y comparten mi mismo territorio, gobernados por el mismo presidente, gente que sienten mi perfume cuando indiferentemente paso por su lado haciéndolos parte del paisaje, que me ven, que los veo, que también despertaron vivos en medio de tanta muerte, que tal vez han tenido que pedir comida en la calle como tal vez yo se la he pedido a mi madre, y se exponen a ser juzgados por pedir comida, por pedir monedas, como si vivir con hambre o vivir sin plata fuera placentero, o peor aún, fuera una decisión. Señores, señoras, niños y niñas  que hablan mi mismo idioma, y el suyo, porque si usted está leyendo este texto, es porque evidentemente logró decodificar esta cadena de signos que le están demostrando que usted y yo hemos sido indiferentes, hemos caminado como máquinas latosas por una ciudad que nos pertenece, por un país que así odiemos o amemos no lo hemos luchado como nuestro, que lo regalamos a los políticos, que nos dejamos gobernar por la culpa. Usted y yo nos olvidamos del otro, odiamos la sociedad misma, odiamos al que nos empuja en el bus, al que nos pide plata, al tendero, al taxista, al pasajero, al que nos necesita. Usted y yo somos mezquinos, sumisos, hipócritas, nos creemos con derecho de reclamarle a una patria sin mover un solo dedo por mejorar el entorno. Usted y yo nos hemos olvidado que somos muchos en el mundo como para vivir pensando en uno solo. Yo ya quiero darme cuenta, ya quiero despertarme y sentir que estoy viva, no para mí, sino para el mundo, no un mundo global, pero sí un mundo de otro. 


domingo, 16 de junio de 2013

En la mente de una estudiante

Siete personas se extendían frente suyo junto al rectangular mesón que, al parecer, estaba hecho de roble. Tres estudiantes a cada lado y en el otro extremo, allí a donde apuntan las miradas en la mesa, se encontraba él, el catedrático. Ella siempre se sentaba del otro lado del mesón, era la parte más próxima a la puerta y al entrar cobardemente directo a ese extremo de la mesa, no tendría que lidiar con la tediosa labor de ser observada al deslizarse por aquella sala.
Iniciaban las ponencias y el silencio se presentaba pesado y tenso sobre la sala maderosa. En ese momento las existencias se resumían en enormes oídos, los demás sentidos se adormecían en un mismo punto; solo Dios sabe qué estaría pensando cada sujeto, cada tormento allí presente, cada ansiedad de ser escuchado. Pero todos y cada uno de ellos, exceptuando el ponente, se encontraba congelado tras la postura del que escucha atentamente, desde afuera, daba la impresión de estar percibiendo una colección de esculturas hechas en cera.
Ella, al igual que todas esas masas allí sentadas, estaba desligada de su mirada, la cual suspendía en un punto neutro sobre la mesa. Por un momento subió su mirada y sin planearlo, se vio obligada a detenerse en la mano de él, el catedrático que se encontraba sentado en frente suyo, absorto en sus sinestesias, en los colores y las texturas que le sugerían las letras narradas en aquella sala, pues, sin notarlo él, con la barbilla descargada sobre su mano empuñada, extendía suavemente su dedo índice y lo rozaba sobre sus labios, iba y volvía sobre ellos, primero el labio superior, luego, al redondearlo, continuaba con el labio inferior, una y otra vez; dejaba que fueran arrastrados por su dedo, exhibiendo su cimbreante textura. Por momentos trataba de abrir la boca para morder su dedo, pero volvía paulatinamente sobre sus maleables labios.
 Fue en ese momento cuando, algo como un enorme brazo que arrebataba todos los objetos inservibles sobre la mesa, apartó de lado a lado las masas allí sentadas, todo se volvió vació, allí solo estaban él y ella; ella lo miraba fijamente, con seriedad, con esa seriedad que merecen los deseos carnales, porque eso era, carne amasada por sus propios dedos, carne diciente, anhelante de otros labios que la humedecieran grotescamente. Sin que él lo notara, la mirada de ella permanecía fija en él, y su respiración se agitaba a medida que su mirada se hacía más sólida, más punzante; se cerraba el plano, se acercaba al detalle, al brillo de su saliva humedeciendo esa blanda y sonrosada carne. Los deseos de tenerle entre sus labios se hacían tangibles, bajaban escandalizados por su piel, pasaban pequeños choques eléctricos a través de su sexo; el sudor de sus manos delataba que no soportaba estar allí sentada, tan distante, tan contenida, quería estar frente a él, con él, junto a él, en él.
No fue claro el momento en el que se levantó de su silla para dirigirse hacia él, pues no hubo ruido alguno, parecía que no quería interrumpir la lectura. Se situó a su lado, y agarrando su mentón con cierta delicadeza pasional, se lo llevo a la boca, a él junto a toda su concentración, junto a sus años de vida, su pasado forastero, su saliva, su enardecido aliento a café. Su humanidad disoluta estaba llena de sentidos y carente de delicadezas, hundían sus dedos en el otro, ese desconocido. Fueron babas embadurnadas por los poros, labios regados por cuello y mejillas, prendas desgarradas, cuerpos esparcidos sobre la mesa.
Cuando la ponencia terminó, los sentidos volvieron a cada sujeto y pudieron ver la escena que allí se desprendía. Contemplaron absortos, sin alteraciones. Uno de ellos tomó su bolígrafo y mientras saboreaba sus labios comenzó a escribir sobre los cuerpos amalgamados sobre la mesa; cada uno de los ponentes, siguiendo al primer sujeto, comenzó a fijar sobre él y ella sus placeres carnales contenidos, sus secretos, sus pasiones, sus pecados silenciados. Cada letra agitaba con aceleración sus impulsos, y empuñaban su mano con más fuerza, con más ganas. De los cuerpos brotaba sangre que al instante se evaporaba y era inhalada por las masas jadeantes, cada grafema entraba con más fuerza una y otra vez, hasta que allí, tendidas sobre la mesa, solo quedaron letras, tinta esparcida que narraba lo que sería, probablemente, un beso apasionado.






miércoles, 15 de mayo de 2013

El otro atrás de la mirada: descripción de un personaje.



No, no es como el color de la nieve, el color de su cabello es más grisáceo, como si se avecinara una tormenta. Su enorme cabeza siempre está un poco inclinada hacia el frente, como caminando hacia sus recuerdos, da la sensación de estar escuchando atentamente sus pensamientos sin querer ser interrumpido. Pero que su cabeza un tanto baja no los engañe, si de repente llega a notar su presencia, sin subir su cabeza, levantará su mirada directamente hacia el centro de su pupila  como quien flecha al intruso que pisa terreno prohibido, y sin dudar en quitarla obligará a que usted aparte la suya sin atreverse a dejar diálogos en la atmósfera. 
Así es Facundo, que a sus 76 años vive en su vieja casa, aquella que en sus rincones todavía guarda risas de niños, sus niños.La sala se alimenta en el día de la luz natural que rebota desde el jardín interno de la casa y desde allí lee Facundo la prensa que torpe cae en el rechinante portón de madera; luego de haberse preparado un café en esa fría cocina de baldosa blanca, con más utensilios que recuerdos – porque ya ni recuerda cuántas latas ocultan esos cajones – sale con calma a su viejo sillón y se sienta con firmeza a enterarse de las nuevas tragedias del mundo. No ha terminado de saciar su capacidad de asombro cuando unos ruidosos pasos bajan por la espesa escalera de madera, son los inquilinos que alquilan el piso de arriba, una pareja de extranjeros que siempre van tarde para el trabajo – ¡Adiós Don Facundo! – exclaman agitados. Él suelta algo como un gemido acompañado de catarro, no es muy claro, pero parece corresponder el saludo.
Luego de darse un largo baño sale con calma a su habitación para vestirse con esas prendas prolijas, impecables, viejas. La paz que allí se siente le recuerda que debe huir pronto de los densos ecos que exclaman las paredes de su casa.  Dirige su cuerpo latoso y pesado al rechinante portón de madera que lo conecta con el vecino mundo. Antes de cerrar la puerta las mira con nostalgia, allí están siempre tan serenas, tan conformes y radiantes recibiendo el sol del día, las materas que representan el amor diario de Martina, su dedicación, su afecto, son lo único con vida que queda de ella dentro de su silenciosa casa de concreto y recuerdos.

Toma el desayuno en esa vieja cafetería donde alguna vez siendo joven trabajó, aunque desayuna con calma trata de no permanecer mucho tiempo allí, el flujo de gente entrando y saliendo, a veces riéndose o hablando alto, le aturden, estropean las conversaciones con sus fantasmas; así que sale a Camino del Sol, el restaurante esquinero de ventanales prominentes, allí alcanza a beber tres, tal vez cuatro botellas de agua antes de pedirle a Rosendo, su camarero de siempre, que le traiga su churrasco con ensalada al término que a él le gusta: no muy dorado arriba, ni muy crudo por abajo, pero un poco tostado hacia las puntas. Allí permanece el resto de la tarde, controlando con disimulo la gente que concurre el lugar, busca entre los presentes quién materialice sus recuerdos con Martina, con las nenas, con los chicos del barrio, busca entre la concurrencia quién le recuerde que alguna vez estuvo vivo.      

Pero recuerden, Facundo reconstruye su vida entre los bordes del silencio, por ningún motivo debe sentir que alguien le observa, porque las vibraciones de una mirada ajena le recordarán con un frío cortante que se encuentra solo y que al llegar a casa lo saludará el silencio. Es por eso que si advierte una mirada hacia él no dudará en levantar la suya e imponer esa coraza de gélido odio que a gritos pide compañía, resultando, como siempre, victorioso; no hay duda que le divierte reflejar en otros el miedo que le gobierna.

Así pasa la tarde entre juegos de odios, recuerdos de su infancia, la de sus hijas que lo hacían un niño, los amores histéricos de Martina, allí sentado en Camino del Sol donde, entre sorbo y sorbo, no se va hasta que el sol no ha recorrido su camino, ese camino que alguna vez, mientras estuvo vivo, recorrió.  

miércoles, 8 de mayo de 2013

¿Quién me dio esta nacionalidad?


A cuántos kilómetros de distancia puedo ser quien quiero ser. Ser por ejemplo, un hombre que a un territorio no deba pertenecer; dejar de resignificarse en cada nuevo lugar y poder ser sólo un ser.
Cuántos pasos hacia el norte, o hacia el occidente debo dar para perder mi identidad, descargar los estigmas que traigo en la maleta y caminar entre tierras con dignidad.
Este pensamiento que tengo en la mano puede no valer, téngalo usted y hágalo volar porque usted no es yo, usted no es de acá, usted es de otro lugar donde vale más.
Déjeme nacer en ese continente que no contiene, ser de un país de prosa.
Déjeme ser verbo, ni siquiera pido ser un sujeto, estoy pidiendo actuar, ser un acto de libertad.
Déjeme ser puntos suspensivos, reconocerme entre sus letras, entre sus diálogos, nuestros diálogos; no hablemos de aquí ni de allá, recreemos un no lugar, un vacío para transformar.
Déjeme ser una expresión que pueda usted leer, después de quererme conocer como un simple ser.  

domingo, 28 de abril de 2013

El amor en los tiempos del tú y yo


El amor ha sido esa historia que se construye entre dos: tú y yo,
la humanidad ha estado tras la búsqueda de un tú que complemente un yo.
Un tú que se deje besar, no con los labios, sino con ese impulso que nace desde el diafragma,
que se agita y se desboca, torrente inagotable de silencios ardientes.
Que al llegar la noche de un frío domingo esté un tú borrando las odiadas soledades que preceden los lunes, y se pueda amar.
Un tú en el que se puedan introducir los dedos, la lengua, los miedos,
que se pueda memorizar en el cuerpo, que pueda dejar su silueta en la estela de una saliva que va contando una historia a una piel ajena.
Un tú con el que pueda descubrir los otros yo, esos allá sentados en el fondo del pozo, ocultos,
y se ría,
y los acepte con sus incoherencias, con sus demonios.

Pero un momento…
Si yo soy yo para mí y soy tú para ti,
entonces tú y yo somos el mismo sujeto,
y no precisamente un loco enamorado, ajeno, externo,
aquel que pintó el amor;
sino por el contrario un tú muy yo, que se deja soñar,
y que en esa fría noche de domingo se puede abrazar, y se puede reír una vez más de las estúpidas caras del otro yo.
Entonces repentinamente, mientras corro hacia mi almohada aterrorizada por no encontrar un tú, caigo en cuenta que me he alejado de mí buscando un tú que soy yo;
y que los poemas de amor han tejido una apología de la soledad,
y vuelvo en mí, puedo volver a respirar,
ahora sí a construir esa sólida historia en la que nos aferramos tú y yo,
y decidimos amar. 

domingo, 24 de febrero de 2013

Él era mío y yo era suya

Él era mío y yo era suya,
llegamos con nuestros sueños rotos, con nuestros miedos vivos.
Sus recuerdos sangraban dolores que ocultaba,
y me besaba,
y me abrazaba,
desvaído,
como a quien le falta la fuerza para creer de nuevo,
y nos odiábamos por amarnos tanto.

Él era mío y yo era suya,
como dos almas que nunca se pertenecían,
que lo sabían y lo asumían,
por eso permanecían.
Como una fuerza incontenible de odio que los unía.
Eran dos almas opuestas ligadas a una risa ajena,
a una magia enferma,
destinados a un olvido funesto que se negaban.

Él era mío y yo era suya,
porque él era una soledad que acompañaba la mía.

sábado, 5 de enero de 2013

Acerca del año nuevo

Es verdad que si cada año estamos deseando las mismas cosas (prosperidad, éxito, salud, un trabajo estable, etc.) Es porque evidentemente algo anda mal.

Los deseos -cuando salen del alma- deberían realizarse y evolucionar; por lo tanto, si hemos deseado, a lo largo de la vida, un trabajo estable con un jefe que no sea negrero, una familia como las de Coca Cola, mejores ingresos para gastar cada día más dinero en un consumo estúpido impulsado por los medios, una esposa como de revista, un perro con pelaje brillante, una profesión exitosa que se obtuvo a partir de borracheras y porros, más amigos, más salud para no agotarnos entre sábanas, adelgazar, engordar, ser más lindos, tener más plata que el vecino, etc. ¿Qué ha pasado cada año que seguimos deseando lo mismo?

En mi opinión, después de ser los magnates de los deseos y haber aspirado fama, lujos y una vida hedonista, debemos evolucionar un poco (al igual que la tierra lo hace) y apagar la tele, cerrar la revista, desconectarse de la web 2.0 y desear lo que realmente necesitamos, ese día a día que calla bajo el ruido del consumismo, desear como: ser más humildes, fijarse en lo positivo (esto es de lo más difícil), reír a carcajadas, ser más estúpidos, leer más, cerrar la llave, disfrutar un trancón con buena música, decir lo que sentimos, apasionarnos más con lo que hacemos,  hablar más con los buenos amigos, dejar de poner «peros», besar más, respetar a mi pareja, perdonar, disfrutar la lluvia, el sol, tolerar a Uribe, a Petro, dejar de culpar por todo a los políticos (por mas hijos de puta que sean).
Para ser un poco más breve, deberíamos desear ser responsables de nuestra propia felicidad. Si somos tantos en el mundo ¿Por qué vivir y desear como si fuéramos uno solo?