sábado, 30 de agosto de 2014

Nadie sabe dar un beso apasionado

Tarde de ponencias, seis estudiantes, una mesa rectangular a lo largo de una sala que sumerge los sonidos en las estanterías viejas que camuflan las paredes, en un extremo de la mesa el profesor, en el otro extremo ella, ubicada en la parte próxima a la puerta ya que acostumbra irrumpir con impuntualidad a la clase. Inician las ponencias y con ellas un halo de pesadumbre se pasea por la sala, cada ponente se sumerge en qué cenaré esta noche, en ravioles con ricota, trátame suavemente, rico así, mejor por detrás.

El ponente continúa leyendo, convencido de su texto, de cada coma, cada punto, cómo se me ocurrió algo tan brillante; ella, al igual que todas esas masas allí sentadas, está desligada de su mirada, la suspende sobre un punto neutro de la mesa. Por un momento sube su mirada y sin planearlo, se ve obligada a detenerse en la mano de él, el catedrático que parece concentrado en ese amasijo de letras incomprensibles cuando se está pensando en calzones; sin notarlo él, con la barbilla descargada sobre su mano empuñada, extiende suavemente su dedo índice rozándolo sobre sus labios, los redondea, juguetea en aquella división que oculta la lengua, por momentos trataba de abrir la boca para morder su dedo, vuelve paulatinamente sobre sus maleables labios.

 En ese momento algo como un enorme brazo que arrebata todos los objetos inservibles sobre la mesa, aparta de lado a lado las masas allí sentadas, todo se vuelve vació, allí solo estaban él y ella; ella lo mira con la seriedad que merecen los deseos carnales, porque eso era, carne amasada por sus propios dedos, carne diciente, anhelante de otros labios que la humedezcan grotescamente. Sin que él lo note, la mirada de se inyecta sobre sus dedos,  su respiración se agita, se cierra el plano en una aproximación al detalle, al brillo de su saliva humedeciendo esa blanda y sonrosada carne. Los deseos de tenerle entre sus labios se hacen tangibles, bajan escandalizados por su piel, pasan pequeños choques eléctricos a través de su sexo; ella no es ella, es sudor contenido en un deseo lascivo.

No es claro el momento en que se levanta de la silla para dirigirse a él, no hay ruido que advierta su impulso. Se sitúa a su lado, y agarrando su mentón con cierta delicadeza pasional, se lo lleva a la boca, a él junto a toda su concentración, junto a sus años de vida, su pasado forastero, su saliva, su enardecido aliento a café. Su presencia carece de delicadezas, hunden sus dedos en el otro, ese desconocido. Son babas embadurnadas por los poros, labios regados por cuello y mejillas, prendas desgarradas, cuerpos esparcidos sobre la mesa.


Al terminar la ponencia, los sentidos vuelven a cada sujeto que estaba pensando en qué cenaré esta noche, en ravioles con ricota, trátame suavemente, rico así, mejor por detrás; y son testigos de lo que acaece. Alguien toma un bolígrafo y saboreándose los labios comienza a escribir sobre los cuerpos amalgamados sobre la mesa; cada uno de los ponentes, siguiendo al primer sujeto, fija sobre ellos sus placeres carnales contenidos, sus secretos, sus pasiones, sus pecados silenciados. Cada letra agita con aceleración sus impulsos, y empuñan su mano con más fuerza, con más ganas. De los cuerpos brota sangre que al instante se evaporaba y es inhalada por las masas jadeantes, cada grafema entra con más fuerza una y otra vez, hasta que allí, tendidas sobre la mesa, solo quedan letras, tinta esparcida que narra lo que sería, probablemente, un beso apasionado.

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